27 de septiembre de 2012

Entre el acompañamiento y el desprendimiento



Durante el año pasado, mientras brindaba orientación psicológica en una Universidad de Puebla, se presentó un alumno de nuevo ingreso acompañado de su madre, ambos con una inquietud concreta. Entonces pensé que esta mujer era una mamá realmente interesada en la salud mental de su hijo; situación que algunas veces los padres descuidamos. Sin embargo, también reflexioné que es un evento poco común, el ver a universitarios acompañados de sus padres… es una línea muy delgada entre el desprenderse y el acompañarlos… Y justo sobre esto me gustaría compartir con ustedes las siguientes reflexiones.

Al nacer, un niño transforma a dos adultos en padres. Es así como podemos decir que es el hijo quien hace a sus padres (F. Doltó). Desde su concepción, los interpela por todos los medios de que dispone, y los padres, con todo el narcisismo que podemos reunir, nos damos a la tarea de educar a esos hijos. Adoptamos unos cuantos dogmas respecto a cuándo hacerles caso y cuándo no, cómo ponerles límites y cómo motivarlos y brindarles seguridad. Nos sentimos equipados para emprender una labor no sólo titánica, sino imposible: crear seres perfectos que se parezcan a nosotros: deportistas e intelectuales, valientes y precavidos, responsables, amigables, respetuosos, etc. Cada uno elabora la lista –o sólo la imagina, para poder ir agregando ítems- de las cualidades que deben tener esas criaturas inocentes (Chabarati, 1998).

Tiempo después, nos vamos dando cuenta que los hijos no son plastilina para moldear, sino seres humanos con personalidad propia. Entonces, cuando los niños se convierten en adolescentes y después en jóvenes, la labor de ser padres se vuelve particularmente difícil. Ya que las expectativas que teníamos o tenemos sobre ellos se van cumpliendo o se van desvaneciendo, nos vamos percatando que tenemos que confiar en todo aquello que de pequeños les trasmitimos, pues cada vez reciben menos influencia de nosotros y más del medio que les rodea, los amigos, etc.

¿Cómo podemos entonces seguir acompañándoles y a la vez favorecer su desprendimiento?… En mi experiencia, me he percatado de que caemos en dos extremos: a veces queremos estar tan “pendientes” de nuestros hijos, que los ahogamos con nuestros propios temores, con interrogatorios interminables.
Queremos tener tanto control sobre ellos, “para que no comentan los mismos errores que nosotros”, que los asfixiamos… y lejos de acercarlos, se alejan más.

Por otro lado, hoy más que nunca, están proliferando los jóvenes solos, aquellos “hijos huérfanos, con padres vivos”, diría Enrique González fsc; Aquellos chicos, hijos de padres que absortos en tantas cosas (trabajo, dinero, reuniones, deportes, negocios) se olvidan de su gran responsabilidad como padres, con el argumento de que es más importante la calidad que la cantidad (idea completamente errónea). Dichos padres, han pasado muy poco tiempo con ellos, y por lo tanto, no han logrado conocer su mundo, sus sueños, sus temores, en fin, todo aquello que en la adolescencia se va forjando. Entonces, cuando estos chicos  llegan a la vida universitaria, no cuentan con padres que les brinden esa cercanía que no invade, sino que brinda seguridad, esa relación de confianza pero que a la vez se complementa con los límites que un joven todavía necesita.

Recordemos que acompañar es educar y educar es hacer un camino juntos, darnos la mano, superar el miedo y encontrarnos con el mundo, con la realidad, tanto objetiva como subjetiva. Pero educar es también desprender, separar, diferenciar, proyectar, enviar al futuro.

Evidentemente, no podemos seguir a los hijos toda la vida, tienen que irse, y como no es posible seguirlos, ni deseable, hay que hacer todo lo que esté a nuestro alcance para sean ellos quienes “nos lleven dentro”.

Educar es acompañar, pero no se acompaña igual a todas las edades. La educación de los primeros años ha de ser forzosamente directiva, pero ha medida que se van haciendo mayores, la educación que seguirá, que será también un acompañar, ya no será directiva y pasará a ser, progresivamente responsabilizadora (L. Folch, 1999)

Todo esto quiere decir que los hijos han de sentirse valorados, y lo harán si los padres nos interesamos por sus cosas, sin intervenir demasiado, porque tenemos que desprendernos. Hay que saber escuchar, tener un oído muy atento, un oído que antes de juzgar o sancionar sea paciente y comprensivo. Estar alerta por si nos piden ayuda, y estar pendientes por sin observamos signos que no son comunes en ellos y nos pueden estar hablando de un foco rojo en sus vidas. Dar consejo sólo si nos lo piden, pero siempre estar dispuestos a darlo. No agobiarlos, pero tampoco dejarlos solos. Confiar en ellos, confiar en aquello que les trasmitimos y con lo que se han podido identificar y hoy aplicar en su vida concreta.

Y aunque esa línea entre el acompañar y el dejar ir, se vuelva cada vez más delgada, confiemos en la capacidad que tenemos para seguir guiando a nuestros hijos y en nuestra creatividad para ir descubriendo caminos nuevos para acercarnos a ellos y a la vez… dejarlos ir.

Psic. Nora Leticia Albores Fdez.


BIBLIOGRAFIA
*Francoise Dolto  y Catherine Dolto-Tolitch. Palabras para adolescentes o el complejo de la langosta. 1995
*Esther Chabarati. El Mañana. (1998)
*Luis Folch. Educar a los hijos cada día es más difícil. 1999.

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