Durante el año pasado, mientras brindaba orientación
psicológica en una Universidad de Puebla, se presentó un alumno de
nuevo ingreso acompañado de su madre, ambos con una inquietud concreta. Entonces
pensé que esta mujer era una mamá realmente interesada en la salud mental de su
hijo; situación que algunas veces los padres descuidamos. Sin embargo, también
reflexioné que es un evento poco común, el ver a universitarios acompañados de
sus padres… es una línea muy delgada entre el desprenderse y el acompañarlos… Y
justo sobre esto me gustaría compartir con ustedes las siguientes reflexiones.
Al nacer, un niño transforma a dos adultos en padres. Es así como podemos
decir que es el hijo quien hace a sus
padres (F. Doltó). Desde su
concepción, los interpela por todos los medios de que dispone, y los padres,
con todo el narcisismo que podemos reunir, nos damos a la tarea de educar a
esos hijos. Adoptamos unos cuantos dogmas respecto a cuándo hacerles caso y
cuándo no, cómo ponerles límites y cómo motivarlos y brindarles seguridad. Nos
sentimos equipados para emprender una labor no sólo titánica, sino imposible:
crear seres perfectos que se parezcan a nosotros: deportistas e intelectuales,
valientes y precavidos, responsables, amigables, respetuosos, etc. Cada uno
elabora la lista –o sólo la imagina, para poder ir agregando ítems- de las
cualidades que deben tener esas criaturas inocentes (Chabarati, 1998).
Tiempo después, nos vamos dando cuenta que los hijos
no son plastilina para moldear, sino seres humanos con personalidad propia. Entonces,
cuando los niños se convierten en adolescentes y después en jóvenes, la labor
de ser padres se vuelve particularmente difícil. Ya que las expectativas que
teníamos o tenemos sobre ellos se van cumpliendo o se van desvaneciendo, nos
vamos percatando que tenemos que confiar en todo aquello que de pequeños les
trasmitimos, pues cada vez reciben menos influencia de nosotros y más del medio
que les rodea, los amigos, etc.
¿Cómo podemos entonces seguir acompañándoles y a la vez
favorecer su desprendimiento?… En mi experiencia, me he percatado de que caemos
en dos extremos: a veces queremos estar tan “pendientes” de nuestros hijos, que
los ahogamos con nuestros propios temores, con interrogatorios interminables.
Queremos tener tanto control sobre ellos, “para que no
comentan los mismos errores que nosotros”, que los asfixiamos… y lejos de
acercarlos, se alejan más.
Por otro lado, hoy más que nunca, están proliferando
los jóvenes solos, aquellos “hijos huérfanos, con padres vivos”, diría Enrique
González fsc; Aquellos chicos, hijos de padres que absortos en tantas cosas
(trabajo, dinero, reuniones, deportes, negocios) se olvidan de su gran
responsabilidad como padres, con el argumento de que es más importante la
calidad que la cantidad (idea completamente errónea). Dichos padres, han pasado
muy poco tiempo con ellos, y por lo tanto, no han logrado conocer su mundo, sus
sueños, sus temores, en fin, todo aquello que en la adolescencia se va
forjando. Entonces, cuando estos chicos
llegan a la vida universitaria, no cuentan con padres que les brinden
esa cercanía que no invade, sino que brinda seguridad, esa relación de
confianza pero que a la vez se complementa con los límites que un joven todavía
necesita.
Recordemos que acompañar es educar y educar es hacer
un camino juntos, darnos la mano, superar el miedo y encontrarnos con el mundo,
con la realidad, tanto objetiva como subjetiva. Pero educar es también
desprender, separar, diferenciar, proyectar, enviar al futuro.
Evidentemente, no podemos seguir a los hijos toda la
vida, tienen que irse, y como no es posible seguirlos, ni deseable, hay que
hacer todo lo que esté a nuestro alcance para sean ellos quienes “nos lleven
dentro”.
Educar es acompañar, pero no se acompaña igual a todas
las edades. La educación de los primeros años ha de ser forzosamente directiva,
pero ha medida que se van haciendo mayores, la educación que seguirá, que será
también un acompañar, ya no será directiva y pasará a ser, progresivamente
responsabilizadora (L. Folch, 1999)
Todo esto quiere decir que los hijos han de sentirse
valorados, y lo harán si los padres nos interesamos por sus cosas, sin
intervenir demasiado, porque tenemos que desprendernos. Hay que saber escuchar,
tener un oído muy atento, un oído que antes de juzgar o sancionar sea paciente
y comprensivo. Estar alerta por si nos piden ayuda, y estar pendientes por sin
observamos signos que no son comunes en ellos y nos pueden estar hablando de un
foco rojo en sus vidas. Dar consejo sólo si nos lo piden, pero siempre estar
dispuestos a darlo. No agobiarlos, pero tampoco dejarlos solos. Confiar en
ellos, confiar en aquello que les trasmitimos y con lo que se han podido
identificar y hoy aplicar en su vida concreta.
Y aunque esa línea entre el acompañar y el dejar ir,
se vuelva cada vez más delgada, confiemos en la capacidad que tenemos para
seguir guiando a nuestros hijos y en nuestra creatividad para ir descubriendo
caminos nuevos para acercarnos a ellos y a la vez… dejarlos ir.
Psic. Nora Leticia Albores Fdez.
BIBLIOGRAFIA
*Francoise Dolto
y Catherine Dolto-Tolitch. Palabras para adolescentes o el complejo de
la langosta. 1995
*Esther Chabarati. El Mañana. (1998)
*Luis Folch. Educar a los hijos cada día es más
difícil. 1999.
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